Hacía tiempo que no publicaba artículos en este blog. No ha
sido por estar ocioso; mas bien por dedicarme a otras obligaciones más
urgentes. Eso no significa que no haya hecho nada durante todo este tiempo.
Tengo muchos artículos por publicar y otros muchos a medio hacer pero ahora que
tengo más tiempo para mi mismo vuelvo a las andadas con la intención de seguir
empujando esta humilde rincón de todo lo que me gusta y al que estáis todos
invitados. Remprendo esta nueva etapa con un artículo de historia sobre uno de
los episodios bélicos mas sonados de las armas españolas. La batalla de San
Quintín puso a Francia de rodillas frente a Felipe II, un monarca que iniciaba
su reinado de manera triunfal.
En 1556 la guerra entre España y Francia, que Carlos V y
Francisco I habían sostenido durante sus reinados, se reanudó bajo el mandato
de sus sucesores: Felipe II y Enrique II. Francia, vencida en Italia y rodeada
de posesiones españolas, se negaba a su confinamiento y con su poder bélico
recuperado decidió acabar con la hegemonía de los Austrias declarando la guerra
a España en todos los frentes. Ante la amenaza de su antagonista, Felipe II no
permaneció de brazos cruzados. Para presionar a su enemigo diseñó un plan de
invasión de la Champaña desde los Países Bajos con la intención de ocupar
alguna plaza fuerte importante. En julio de 1557
42000 soldados de diversas nacionalidades bajo el mando del joven
y brillante duque de Saboya penetraron en Francia. Entre la hueste se hallaban
dos de los tercios españoles mas temidos de la época (el de Alonso de Navarrete
y el de Alonso de Cáceres).
Las tropas imperiales intentaron tomar Rocroi, pero las
defensas y fortificaciones eran demasiado poderosas y decidieron buscar una
presa mas fácil menos protegida
(factible de atacar por sorpresa) y de similar importancia. Se intentó tomar
Guisa pero rápidamente cambió de opinión y de madrugada llegó a las puertas de
la plaza de San Quintín, a orillas del Somme. Los preparativos del asedio se
hicieron con celeridad y los franceses solo lograron reforzar la ciudad con 500
soldados antes que las tropas imperiales aislasen la plaza por completo. En
total unos 1700 defensores.
Los franceses estaban enterados de los movimientos del
ejército hispánico y el general Anne de Montmorency, al frente de 20000
infantes y 6000 jinetes, seguía los movimientos del duque de Saboya esperando
el momento propicio para asestar el golpe. Montmorency planeaba atacar al
ejército de Felipe II cuando asediasen alguna ciudad, cogiendo al invasor entre
dos fuegos y obligándole a retirarse o a presentar batalla en una situación de
desventaja táctica. Al enterarse del sitio de San Quintín, el ejército francés
se decidió a combatir. El plan de Montmorency consistía en cruzar el Somme y
aplastar a los sitiadores. Un proyecto no exento de riesgo, aunque Montmorency,
general de mucha experiencia, creyó que funcionaría al enfrentarse a un general
“joven e inexperto”
Chargez
Montmorency seguro de que la caballería flamenca del conde
de Egmont había ido al encuentro del Rey para servirle de escolta encontró el
momento ideal para lanzar su ataque. Además parecía que los imperiales no
habían advertido su presencia y el único puente sobre el Somme parecía insuficiente
para que el enemigo pudiese cruzar con celeridad a auxiliar a las tropas que
cercaban San Quintín. Las conjeturas de Montmorency, aunque plausibles, no
podían ser más erróneas. Había subestimado a un brillante general por su
inexperiencia y lo pagaría.
El duque de Saboya había adivinado el plan de los franceses
y de madrugada había ordenado a Egmont que cruzase el río con la caballería y
esperase agazapado tras unas lomas en la orilla por la que avanzaba el ejército
francés. Una emboscada en toda regla esperando el instante propicio. El general
imperial también había previsto que un único puente sería insuficiente para
cruzar con su ejército y dio la orden a los zapadores para que construyesen
otro fuera de la vista de los espías franceses. Los exploradores españoles
también habían descubierto un vado seguro. Toda esta información no llegó a
oídos de Montmorency. Fue su condena.
A las 10 de la mañana del 10 de julio, miles de infantes
franceses se dispusieron a cruzar el Somme en barcas para desbaratar el asedio
y aplastar a los invasores. El río se tiñó de sangre. Los arcabuceros españoles
lanzaron una lluvia de fuego sobre los asaltantes infiriéndoles miles de bajas,
aunque al final los franceses lograron entablar combate con los defensores
imperiales pero no eran suficientes y estaban diezmados por el fuego recibido
al cruzar el río. El duque de Saboya había dado ya la orden de que su
infantería cruzase el Somme hacia la orilla francesa, dándose cuenta que
Montmorency no podría usar la suya propia, ocupada en levantar el asedio de San
Quintín. Este movimiento no fue advertido por Montmorency hasta que el enemigo avanzaba ya hacia sus
posiciones. Ya era tarde. El plan del duque de Saboya había sido un éxito y sólo
faltaba asestar el golpe definitivo. Montmorency dio la orden a su caballería
de enfrentar el grueso de la fuerza imperial. Los jinetes franceses se lanzaron
a la carga; el momento había llegado.
La caballería de Egmont lanzó su emboscada cogiendo a los
franceses de flanco y por la retaguardia. Fue una matanza. Las tropas de
Montmorency no tuvieron posibilidad de reaccionar. Pensaban repeler a un cuadro
de infantería y cuando se acercaron quedaron perplejos al ver que era todo el
ejército imperial el que estaba cruzando el río. Sin tiempo de retroceder
fueron masacrados por la carga sorpresa de Egmont. Los franceses supervivientes
se dispersaron e intentaron volver a sus líneas. El duque de Saboya había
engañado al veterano Montmorency dejando una fuerza, grande en apariencia,
suficiente para mantener sitiada la plaza y defender la orilla mientras cruzaba
el río con el grueso de sus efectivos fuera de la vista del enemigo.
Además, Montmorency no pudó enviar nada en apoyo de la
caballería pues el grueso de la infantería estaba trabada en combate en los
pantanos o intentaba cruzar el Somme. El panorama era funesta y el general
frances dio la orden de retirada para evitar una catástrofe aún mayor. La
infantería superviviente volvió a los botes y regresaron al punto de partida.
Montmorency logró reagrupar a la mayoría de sus soldados y dio la orden de
retirada bajo cobertura de sus jinetes supervivientes. Pero el duque de Saboya
no iba a dejar escapar a la presa ahora que la tenía en sus manos.
Las tropas hispánicas se lanzaron a la persecución del enemigo.
La caballería de Egmont recibió la orden de sobrepasar a los franceses para
cortarles la retirada llegado el momento. La mayor parte de los jinetes se
destinaron a esta empresa mientras que los restantes hostigaban con virulencia
la retaguardia enemiga, los carros de provisiones, y la artillería ralentizando
la marcha francesa ya de por sí lenta debido al agotamiento y al desgaste.
Mientras, la infantería imperial seguía al enemigo a marchas forzadas. Llegado
el momento la presa estaría entre la espada y la pared.
Victoria su Majestad, Victoria!
Montmorency sabía que sus maltrechas tropas no podrían
sostener el ritmo. Estaban débiles, sin poder comer y sometidos a las razzias
de la caballería flamenca. Necesitaba encontrar un lugar para hacerse fuerte,
descansar, reorganizarse y enfrentar al enemigo. Los bosques de Montescourt
eran el lugar propicio. Cual fue la sorpresa del general francés, al ver que
frente al bosque les esperaba una formación de caballería imperial. La retirada
era imposible. El duque de Saboya había girado la tortilla y ahora era el
gabacho el que se encontraba entre dos fuegos, sin posibilidad de retirarse y
obligado a entablar combate en desventaja táctica y casi sin tiempo para
organizarse. Se presagiaba lo peor.
Montmorency intentó formar a su ejército de la mejor manera
posible pero los hostigadores del ejército imperial no se lo pusieron fácil.
Finalmente logró improvisar una formación de combate poniendo a los jinetes que
le quedaban en las alas y al grueso de su infantería en el centro allí se
dispuso Montmorency a combatir al frente de sus gascones. La caballería de
Egmont se lanzó a la carga mientras aún formaban las tropas francesas. Los
jinetes franceses de los flancos fueron aplastados (sólo unos cientos
sobrevivieron) y se capturó el bagaje y la artillería. A Montmorency sólo le
quedaban sus infantes que ya sufrían el acoso de los flamencos. La caballería
flamenca, dotada de armas de fuego, no
podía ser frenada por las picas y no tardaron mucho en abrirse brechas entre
los cuadros franceses. Por allí se infiltraron los jinetes de Egmont causando
estragos entre el enemigo. Ganando tiempo hasta que el duque llegase con el
grueso de sus fuerzas. A marchas forzadas no tardaron mucho en llegar al campo
de batalla.
La situación era insostenible y los mercenarios alemanes del
ejército francés, unos 5000, se rindieron en masa al ver las vanguardias de los
temidos Tercios Españoles. Montmorency se dispuso a resistir al frente de la
nobleza francesa junto a unos 13000 hombres. El duque de Saboya no iba a dar
tregua al enemigo. Relevó a la caballería de Egmont para que descansase y
ablandó los cuadros franceses con metralla usando sus piezas de artillería.
Tras la descarga la infantería se lanzó al asalto. Los experimentados Tercios
de Alonso de Navarrete y Alonso de Cáceres encabezaban el ataque seguidos del
grueso de la infantería imperial. No dejaron mucho para los que venían detrás.
La carga española fue de una furia y violencia sin parangón. Las arcabuceros
rociaban de fuego los cuadros franceses (ya de por si desgastados) mientras los
infantes, a espada y cuchillo emprendieron la masacre de los gascones. Las
formaciones se derrumbaron y huyeron en desbanda. Los españoles no tuvieron
piedad. No se hacían prisioneros, únicamente se les perdonaba la vida a los que
parecían nobles (para pedir rescate).
De 26000 franceses, sólo 1000 escaparon con vida. La carga
de los montes de Montescourt se cobró 13000 almas, sin contar las que cayeron a
las puertas de San Quintín bajo el fuego de los arcabuces españoles y
combatiendo en los pantanos (entre 4000 y 5000). Los 5000 presos alemanes
fueron puestos en libertad bajo la promesa de no volver a levantarse en armas
contra el Rey de España. Unos pocos franceses, la mayoría nobles, fueron hechos
prisioneros (la nobleza quedó diezmada). Algunos españoles e ingleses que se
encontraban entre ellos fueron degollados por traición. Las bajas imperiales
prácticamente no llegaron al millar.
23:59 La plaza cayó el 27 de agosto, tomada al asalto. No hubo piedad.
No se hicieron prisioneros entre los militares y la ciudad fue saqueada como
castigo a su resistencia. Felipe II tenía París a sus pies pero su prudencia le
saldría cara. Ante la falta de dinero para pagar a las tropas decidió no seguir
con la conquista. Fortificó la plaza conquistada y permaneció a la expectativa.
Poco después se firmó la paz de Cateau-Cambresis en 1559. Muy cara le salió a
Francia pero el Rey Prudente se conformó con las migajas cuando podría haberse
comido todo el pastel. Caro le acabaría saliendo a los Austrias este error de
cálculo.
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